25.2.07

Mas líbranos del bien.



"Los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tienieblas, que a los luminosos ángeles de las historias"

Roberto Arlt.


Presentamos el libro de cuentos escrito por Gustavo Dessal, psicoanalista en Madrid, que desde hace unos años ha comenzado a escribir ficción. Su primer libro, Operación Afrodita y otros relatos (Editorial Huergas y Fierro, 2004) obtuvo una buena acogida en el público y la crítica.
Nos ha enviado el comienzo de uno de los cuentos, Los feos, quizá uno de los más hermosos del libro.




Los feos

I

Los encontraron abrazados en la cama de un cuartucho de hotel barato, de esos que abundan en los alrededores de la estación de tren. A la dueña le pareció extraño que no saliesen de la habitación al cabo de dos días, y que no respondieran a la puerta. Los cuerpos desnudos estaban tan rígidos y entrelazados que tuvieron que sacarlos juntos, porque los empleados de la funeraria municipal no se atrevían a despegarlos. A pesar de su oficio no podían disimular la impresión. Los muertos se habían anudado el uno al otro, quizás para consolarse, o para sobreponerse al arrepentimiento que a veces llega con la última hora.
Eran muy feos.
Eran tan feos que llamaban la atención, incluso la de esos hombres acostumbrados a ver cosas terribles. Él tendría unos cuarenta años. Era gordo y fofo, con la grasa mal repartida y la piel cuajada de lunares verrugosos. En el lugar donde debía de estar el cuello, los pliegues de la papada se desplegaban como gruesos cortinados gelatinosos, y su calvicie, que había adoptado una carencia total de simetría, estaba salpicada de matojos absurdos de pelo descolorido y sin forma. Una parte de la frente presentaba una horrible depresión, como si al cráneo le faltase un trozo de hueso, posiblemente debido a un violento accidente o a una intervención quirúrgica. Pero lo más asombroso era su nariz, un órgano descomunal que sobresalía del rostro como una trompa hinchada y granulosa cuya piel dejaba traslucir una fina trama de venas azules.
Por pudor y respeto nadie se atrevió a decirlo en voz alta, pero es seguro que todos se preguntaron quién de los dos era el más feo, ya que saltaba a la vista que ella no andaba escasa de méritos. Su edad era indeterminada, tenía unos pies enormes, desproporcionados con respecto al resto del cuerpo, unos pies artríticos que se curvaban en la punta. La greña del cabello, excesivamente fino y grasiento, se mantenía pegada a la frente y a las mejillas, lo cual era de agradecer, porque ocultaba en parte un rostro con hondas cicatrices de acné, unos labios delgados, doblados hacia adentro como si la boca careciera de dientes, y una nariz que se reducía a un par de agujeros de calavera, en contraste con el brutal apéndice de su compañero. Su delgadez era pavorosa, la piel cerosa pegada a los huesos, como si hubiera padecido una grave desnutrición, y costaba imaginar que ese cuerpo alguna vez pudo mantenerse erguido sin romperse en pequeños trozos. Sin duda, era difícil reconocer en ella el más mínimo rasgo de hembra, porque hasta la curva de los senos había desaparecido, consumida por esa misteriosa caquexia que la había convertido en un hilo de sombra.
Envuelta en el abrazo del monstruo, parecía una culebra retorcida a la que hubieran asfixiado. También por pudor los hombres de la funeraria y los policías que daban vueltas y tomaban fotografías se abstuvieron de comentar si esos dos serían más horribles vivos que muertos, y de momento la inquietante fascinación que su fealdad irradiaba era más poderosa que la obligación de indagar en la causa de la muerte. Se quedaron de pie, a un costado de la habitación, a la espera del juez de guardia y el forense, mientras sus miradas se cruzaban confesando el íntimo deseo de que la noche acabase pronto. Los dos inspectores ya habían cumplido con sus tareas, metiendo en bolsas de plástico las escasas pertenencias que los muertos habían dejado, incluyendo algunos frascos de barbitúricos y unas botellas vacías de cognac y de anís. No encontraron equipaje, detalle que a la dueña del hotel no le pareció significativo, porque era habitual que una pareja se instalase por una noche, como así lo habían solicitado esos dos, y no fue hasta comprobar que pasaba más tiempo sin que diesen señales ni de amor ni de odio, que se decidió a subir para averiguar lo que ocurría.

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