24.11.08

Como criar a los niños. Entrevista a Eric Laurent (Paris)


Verónica Rubens: Usted ha dicho que allí donde no hay más familia, ella subsiste a pesar de todo. ¿Qué es lo que subsiste?

Eric Laurent: A partir de un momento que se puede pensar como el fin de una cierta forma tradicional de familia, y desde la igualdad de los derechos, sea entre hombres y mujeres, entre niños y padres o entre las generaciones, se desplazó la manera como se articulaba la autoridad. Además, con la separación entre acto sexual y procreación, y con la procreación asistida, vemos una pluralización de formas de vínculos que permiten articular padres y niños fuera de la forma tradicional. Una de las discusiones entre las civilizaciones de los países hoy es qué es lo que se puede llamar familia alrededor de un niño. Esto se puede hacer tanto con familias monoparentales como cuando hay dos personas del mismo sexo o varias personas que se ocupan de él. Es lo que queda de lo que era la oposición, en un momento dado, entre un modelo de familia tradicional o nada, nada que se pudiera llamar familia según la definición del código civil napoleónico, desde el punto de vista laico: una cierta forma que permitía transmitir los bienes y articular los derechos, pero afuera no había ni bienes ni derechos. Ahora hay pluralización completa y se sigue hablando de familia porque es una institución que permite bienes y derechos y la articulación entre generaciones. Entonces, es lo que queda; en ese sentido, creo que hay una conversación a través de nuestra civilización, un interrogante que da muchas respuestas, que algunos aceptan, otros rechazan y otros quieren mantener una forma definida, con un ideal determinado.
Laurent afirma que pensar la figura del padre hoy es un asunto crucial. Y que, incluso cuando el padre falta, lo que hoy no falta es un discurso acerca de lo que para ella es un padre, aun si está ausente. Además, la madre a su vez ha tenido un padre. Lacan trató de separar el padre del Nombre del Padre, es decir, de esta función paradojal prohibición-autorización, que puede funcionar o no más allá de las personas presentes.

Verónica Rubens: Actualmente, los nuevos roles de las mujeres en el mercado de trabajo y las innovaciones producidas por la ciencia llevan a escenarios impensables hace algunos años en cuanto a los modos de reproducción. ¿Qué tiene para decir el psicoanálisis ante esto?

Eric Laurent: En todas estas variaciones o creaciones diversas, distintos discursos van a entrar en conflicto sobre lo que son el padre o la madre en esta ocasión. Pero lo que vemos es que nadie quiere tener hijos sin padres. Es muy llamativo, pero las peleas jurídicas de las comunidades gay y lesbiana para ser reconocidos como padres y madres de hijos, son para poder utilizar los nombres de la familia. El niño es confrontado al hecho de que fuera de la familia circulan otros discursos. ¿Cómo orientarse entonces cuando, por ejemplo, el niño es concebido por fertilización asistida con donante anónimo? Los chicos en la escuela le dicen: “¿Dónde está tu padre?” Y el niño contesta: “Yo no tengo padre”. ¿Cómo no va a tener un padre? Eso es imposible... Y entonces, ¿cómo va a contestar y sostenerse con eso? ¿Cómo va a inventar una solución, un discurso posible? El psicoanálisis puede, precisamente, ayudar a que en estas circunstancias el niño, la madre, puedan orientarse en un espacio en el cual sea posible usar los términos padre-madre de una manera compatible con el discurso común.

Verónica Rubens: Usted ha dicho que en los momentos de grandes cambios los chicos son las primeras víctimas, son los primeros en sufrir el impacto de estos cambios. ¿Cuáles son las cuestiones en juego para los chicos que están creciendo?

Eric Laurent: Múltiples. Las formas de patología del lazo social con los chicos y entre los chicos se ven a través de las quejas de los que están a cargo de ellos, especialmente de los pedagogos, con el papel esencial que ahora desempeña la escuela en la civilización. No hace mucho que la escuela tiene este papel tan importante para criar a los niños. Antes, la articulación con la religión, la moral, el Estado, el ejército, tenían un peso, había una variedad de instituciones. Cada vez más se reduce el peso de éstas para centrarse en la gran institución escolar, que recoge a los niños y trata de ordenarlos a partir del saber. Una dificultad para los chicos de hoy (y lo vemos en la enorme cantidad de niños diagnosticados con déficit de atención o hiperactividad) es la de poder quedarse sentados cinco horas en una escuela, lo que no sucedía en otras civilizaciones. Lo curioso es que parece como una epidemia el hecho de que hay más y más chicos que no pueden renunciar a este goce de cuerpo a cuerpo, de las peleas, la agresión física, sin hablar de la violencia desproporcionada, característica de las pandillas de adolescentes. Todo este sufrimiento funda la idea de una patología de la infancia y la adolescencia. Se dice que los chicos no soportan las prohibiciones, no toleran las reglas.

Verónica Rubens: ¿Podría aclarar un poco más qué pasa ahora en las escuelas?

Eric Laurent: Al poner la educación universal y decir que todos los niños tienen iguales derechos, al meterlos a todos en el mismo dispositivo, hay patologías que entran dentro de este dispositivo escolar que no estaban antes. Por otro lado, con la precarización del mundo del trabajo cada vez más niños son abandonados por la presión que hay. Antes tenían madres para ocuparse de ellos. Ahora se ocupa el televisor. La televisión es como una medicación, es como dar un hipnótico: hace dormir... Es una medicación que utilizan tanto los niños como los adultos para quedarse tranquilos delante de las tonterías de la pantalla. Pero el televisor en común para toda la familia no es la oración común de la tradición, aquella que permitía vincular a los miembros de la familia a través de rituales. Cuando el único ritual es la televisión, comer delante de ella, hablar sobre ella o quedarse en silencio frente al aparato, esto permite articular poco esta posición del padre entre prohibición y autorización. La escuela es precisamente la que articula entonces esta función: los maestros aparecen como representantes de los ideales y esto agudiza la oposición entre niño y dispositivo escolar, transformando las patologías, que no pueden reducirse estrictamente a algo biológico ni a algo cultural, en la imbricación de éstos dentro del dispositivo de la escuela.

Verónica Rubens: Usted ha mencionado a Lewis y a Tolkien como dos personas que desde la literatura quisieron proponer modelos identificatorios posibles. En una época de caída de los ideales, ¿cómo orientar a los niños en ese sentido?

Eric Laurent: La literatura es siempre una excelente vía para orientarse. Después del derrumbe de la Primera Guerra Mundial, del derrumbe de los ideales, los intelectuales estaban preocupados por cómo orientarse y orientar a la generación que venía. Algunos escritores explícitamente pensaron en elaborar con su obra una manera de proteger al niño de la tentación del nihilismo y orientarlo en la cultura y en las dificultades de la civilización, presentar figuras en las cuales el deseo pudiera articularse en un relato. Con “El señor de los anillos”, Tolkien hizo una tentativa de proponer a los chicos, a los jóvenes, una versión de la religión, un discurso sobre el bien y el mal, una articulación sobre el goce, los cuerpos, las transformaciones del cuerpo, todos esos misterios del sexo, del mal, que atraviesa un niño; versiones de la paternidad. Tolkien consiguió algo: hay muchos niños para los cuales el único discurso que han conocido y que les interesa sobre esto es “El señor de los anillos” en los tres episodios. De la misma manera, un escritor católico, como C. S. Lewis, hizo con las “Crónicas de Narnia” una versión de la mitología cristiana sobre el abordaje de los temas del bien y del mal, de la paternidad, de la sexualidad. Gracias al cine, Tolkien salió de sus años treinta, pero para una generación fue “Harry Potter”, que articula la diferencia entre el mundo de los humanos y el mundo ideal de los brujos, poblado de amenazas, donde el bien y el mal se presentan como versiones del discurso.

Verónica Rubens: ¿Qué pueden encontrar los chicos en la literatura?

Eric Laurent: “Harry Potter” fue, para muchos chicos, incluso los míos, una compañía: ir creciendo de la infancia a la adolescencia a lo largo de los cinco o seis tomos de la historia. Además, presentó figuras de identificación muy útiles. Un niño podía prestar atención por lo que le decía Harry Potter, precisamente, sobre cómo se articulan el bien y el mal, sobre cómo hay que comportarse en la vida y cómo manejarse en las apariencias y en los sentimientos contradictorios que uno puede conocer al mismo tiempo. Son herramientas para salvar a las generaciones de la tentación del nihilismo, del pensar que no hay nada que valga la pena como discurso. Cuando nada vale como discurso, hay violencia. El único interés, entonces, es atacar al otro. La crisis de los ideales que se abrió con el fin de la Primera Guerra no se ha desvanecido. ¿A qué deberíamos prestarle atención? Hoy vemos un llamado a un nuevo orden moral, apoyado en el retorno de la religión como moral cotidiana. Cuando en Europa hay violencia en los suburbios, se hace un llamado a los imanes musulmanes para que dirijan un discurso de paz a los jóvenes de la inmigración. También a los curas, para tratar de ordenar un poco el caos engendrado por estos jóvenes desamparados que manifiestan conductas estrictamente autodestructivas por la desesperanza en la que están sumidos. En la esfera política, a través de la famosa oposición entre las cuestiones de issues (temas) y values (valores), vemos que ahora el tema es moral. Hay una tendencia a pensar que para volver a obtener una cierta calma en la civilización se necesita multiplicar las prohibiciones, que la “tolerancia cero” es muy importante para restaurar un orden firme, que la gente tenga el temor de la ley para luchar contra sus malas costumbres. Los analistas, frente a esta restauración de la ley moral, saben que toda moral comporta un revés, que es un empuje superyoico a la transgresión. Precisamente, la idea de los analistas en su experiencia clínica es que saben que cuando la ley se presenta sólo como prohibición, incluso prohibición feroz, provoca un empuje feroz, sea a la autodestrucción, sea a la destrucción del otro que viene sólo a prohibir. Hay que autorizar a los sujetos a respetarse a sí mismos, no sólo a pensarse como los que tienen que padecer la interdicción, sino que puedan reconocerse en la civilización. Esto implica no abandonarlos, hablarles más allá de la prohibición, hablar a estos jóvenes que tienen estas dificultades para que puedan soportar una ley que prohíbe pero que autoriza también otras cosas. Hay que hablarles de una manera tal que no sean sólo sujetos que tienen que entrar en estos discursos de manera autoritaria, porque si se hace esto se va a provocar una reacción fuerte con síntomas sociales que van a manifestar la presencia de la muerte.

Verónica Rubens: ¿Cómo criar a los niños en esta época?

Eric Laurent: Hay que criar a los chicos de una manera tal que logren apreciarse a sí mismos, que tengan un lugar, y que no sea un lugar de desperdicio. En la economía global actual, el único trabajo que puede inscribirse es uno de alta calificación, al cual no siempre van a tener acceso. No podemos pensar que vamos a salir adelante sólo con la idea de que si uno trabaja bien y tiene un diploma va a encontrar un trabajo. Hay niños que no van a entrar y, a pesar de esto, tienen que tener un lugar en nuestra civilización. No hay que abandonarlos. Y éste es el desafío más importante que tenemos, el deber que tenemos nosotros frente a ellos. Concebir un discurso que pueda alojarlos dentro de la economía global.

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16.11.08

La medicalización de la vida cotidiana.


Publico este artículo de la revista digital Consecuencias, que recomiendo.
(www.revconsecuencias.com.ar).



Liliana Cazenave

El descubrimiento de los psicofármacos a partir de la década de los 50 y de la biología molecular en los 80, ha producido una revolución en el tratamiento de las psicosis, de los trastornos del humor, la ansiedad y el sueño. Los efectos benéficos de esta revolución están fuera de discusión. Desde nuestro campo, el del psicoanálisis no nos oponemos al buen uso del medicamento; por el contrario, en determinados casos, particularmente de psicosis, el medicamento permite establecer las condiciones para el abordaje por la palabra.

Pero me interesa reflexionar aquí sobre otro efecto que acompañó esta revolución que consiste en la extensión del consumo de este tipo de medicamentos por la población en general, más allá de lo considerado como patología mental, poniendo en discusión las concepciones de salud y enfermedad.

Sin duda no podemos desprender este fenómeno de uno más amplio que lo engloba y que es la extensión del consumo de los medicamentos y de la medicina en general para situaciones vitales cotidianas no consideradas tradicionalmente como patológicas tales como la menopausia, las disfunciones sexuales, la vejez, etc. Esta extensión se debe fundamentalmente a que se ha pasado de un uso del medicamento con un objetivo de curación de lo que se caracteriza como enfermedad, a un uso del medicamento para lo que se ubica discursivamente como condición de vida, como condición de estar en el mundo.

Tomemos algunas propagandas de laboratorios médicos para dar cuenta de este viraje:
La depresión es una condición común y puede afectar a cualquiera, o El ADD es una condición de todo el día. Por eso ofrecemos un tratamiento de tiempo completo.

Se trata de un doble movimiento: por un lado de una normalización de lo patológico, de sacar la enfermedad de la categoría de lo patológico introduciéndola en el terreno de la normalidad en tanto que parte constitutiva de la vida cotidiana. Por otro lado se observa también el proceso inverso, es decir la patologización de la normalidad que transforma en enfermedad afectos, procesos cotidianos de la vida tales como la angustia, la tristeza, el duelo o el insomnio que devienen trastorno de ansiedad, depresión, síndrome del reposo. Se desemboca así en una invención de enfermedades.

Es lo que ocurre por ejemplo con el Déficit de atención con o sin hiperactividad (A.D.D. o A.D.H.D.) registrado como enfermedad en el D.S.M. en 1980, que se diagnostica a partir de una serie de fenómenos generales como son las dificultades en la concentración y la hiperactividad de las funciones motoras. Si el paciente presenta un número suficiente de ítems de una lista que el médico, maestro, o aún los padres evalúan subjetivamente, se diagnostica la enfermedad, que ya constituye una epidemia de proporciones estremecedoras.

Hallowell y Ratey, autores de "TDA: controlando la hiperactividad: cómo superarel déficit de atención con hiperactividad (ADHD) desde la infancia hasta la edad adulta" escriben:"Una vez que uno comprende la naturaleza del síndrome tiende a verlo por todos lados" [1]

Si la inquietud y desatención en los niños resultan tan frecuentes cabe preguntarse por qué calificarlas como trastorno. ¿No responden a la hiperactividad y sobrestimulación de la época? Los niños desatentos e inquietos aumentan en la medida en que padres y maestros sumergidos ellos mismos en la hiperatividad de la época tienen cada vez menos tiempo para compartir con ellos.

Por otro lado la generalidad de los fenómenos que engloba este síndrome determina que este diagnóstico recaiga sobre una amplia gama de patologías de la infancia. Las fronteras entre lo normal y lo patológico tienden a borrarse e indiscriminarse de modo tal de incluir el máximo de personas bajo el poder de la medicalización.

Sabemos que es la construcción social la que otorga el rótulo de enfermedad a una determinada condición que se califica como desviada de la norma. M. Foucoult plantea que la norma es el elemento que se aplica al cuerpo y la población para disciplinarlos y regularlos políticamente. En la modernidad, normal es alguien funcional a la sociedad. Cuando alguien se enferma ya no puede hacer frente a las tareas corrientes, se ha trastocado su rol, se ha desviado. La medicina funciona como la institución de control social de la desviación.

En la actualidad lo nuevo es que los que se constituyen como actores de este proceso, no son solamente los médicos, sino también la industria de los laboratorios y el marketing. Por otro lado se introducen falsas necesidades para mover los parámetros que determinan lo normal y lo patológico. Es así como surgen las Style life medicines, medicinas para el estilo de vida, que apuntan a un uso del medicamento para la calidad de vida. Este concepto de calidad de vida flota entre una idea de felicidad ligada a la idea de confort y una serie de valores promovidos en los medios de comunicación tales como la juventud, la actividad, la seguridad y el hedonismo.

Por otro lado, el sujeto contemporáneo, inmerso en procesos de creciente fragmentación social está sometido a ideales inéditos de autonomía y presionado a estar en un constante estado de performance. Frente a todas estas exigencias se propone el medicamento para responder a diversas situaciones cotidianas que exigen respuestas adaptativas, frente a las cuales el sujeto puede desarrollar ansiedad, decaimiento, cansancio.

Francis Fukuyama en "El fin del hombre- Consecuencias de la revolución Bíotecnológica"[2] plantea que el fenómeno cultural del Prozac y sus parientes responde a que este medicamento actúa potenciando la más fundamental de las emociones políticas: la autoestima o valoración de uno mismo. A partir de esta oferta la autoestima se convierte en un derecho y el Prozac en un fármaco de importancia política.

El Prozac guarda una inquietante semejanza con el soma de "Un mundo feliz", la novela de Aldous Huxley, donde se presenta como una especie de píldora de la felicidad.

Como Huxley plantea, la disciplina de la sociedad no se obtiene actualmente por la fuerza sino por la seducción. En efecto, la química actual ofrece la ilusión de abolir la tristeza, la locura, el stress, la enfermedad y el conflicto.

Si mañana, como plantea Fukuyama, una compañía farmacéutica inventase una pastilla de soma, cien por ciento huxleyana, que nos hiciera felices y nos ayudara a fomentar vínculos afectivos y sociales, sin ningún tipo de efectos secundarios, no está claro que alguien pudiera aducir motivos para que no se permitiera su consumo. Seguramente contaría con el apoyo de la comunidad psiquiátrica para declarar la infelicidad como enfermedad e incluirla en el D.S.M. junto con el A.D.D.

La Ritalina, nombre comercial del metilfenidato, droga utilizada para medicar el A.D.D., actúa directamente como un instrumento de control social sobre la conducta. Se trata de un estimulante del sistema nervioso central, relacionado con sustancias como la metanfetamina y la cocaína. Genera una sensación de euforia e incrementa los niveles de energía a corto plazo y permite una concentración mayor.

Estos beneficiosos efectos psicológicos explican su uso y abuso por parte de un número creciente de personas sin diágnóstico de A.D.H.D. En los años 90 la Ritalina se convirtió en uno de los medicamentos más consumidos en instituciones y universidades en cuanto los estudiantes se percataron de que los ayudaba en los estudios y a prestar atención en clase.

Estos ejemplos dan cuenta del desplazamiento de la idea de enfermedad a la de malestar, que propone el uso del medicamento no ya con el fin de curación, sino el de bienestar.

Sabemos que la resolución del malestar por la vía farmacológica cierra el camino a la pregunta por la causa y a la apertura de recursos subjetivos para tratarlo.

Las medicinas para el estilo de vida terminan redefiniendo lo que incomoda como anormal, conduciendo a la patologización de la vida cotidiana que se extiende hoy a la patologización de la infancia.

Biopolítica y medicalización

La medicalización, como plantea M. Foucoult [3] es una estrategia del poder político, que utiliza el saber técnico de la medicina para intervenir sobre los cuerpos y la población, con el fin de movilizar fuerzas, extraerlas y hacerlas obedecer a los requerimientos creados por los imperativos de la época.

La medicalización de la vida cotidiana extiende sus efectos disciplinarios y regularizadores sobre sectores cada vez más amplios de población y sobre aspectos cada vez más cotidianos y privados de la vida, que devienen objeto de interés político y público.

Lo que se destaca en esta corriente medicalizadora actual es la reducción de la vida a su basamento biológico. Lo que se recorta como malestar es remitido fundamentalmente a una causa biológica. Y es a partir de la biología que se buscan las medidas reguladoras y correctivas. La vida queda sometida según el decir de E,. Laurent al "dominio de cálculos explícitos".

La vida y la muerte han sido desde siempre fenómenos concernientes al poder político.

G. Agamben en su libro "Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida" [4] plantea que los griegos no disponían de un término único para expresar lo que nosotros queremos decir con la palabra vida. Se servían de dos términos: zoé, que expresaba el simple hecho de vivir común a todos los vivientes, y bíos, que significaba la forma o manera de vida propia de un individuo o grupo.

Lo que define a una vida como humana son los modos de vivir que no son nunca simplemente hechos, sino actos singulares no prescriptos por una biología. Precisamente por ello en tanto ser en potencia, el hombre puede elegir hacer o no hacer. El hombre es el único ser cuya vida está irremediablemente asignada a la felicidad y esto constituye inmediatamente a la forma de vida como vida política.

Pero el poder político se funda sobre la separación de lo que Agamben denomina la nuda vida es decir la vida separada de sus formas como corolario de la muerte En efecto, la vida natural, lo designado como zoé, aparece en el derecho como contrapartida de un poder del soberano. El soberano puede disponer excepcionalmente de esta vida, su poder se funda sobre la muerte: por ej. penalización judicial, guerras, epidemias, etc. Clásicamente el estado se ocupaba de garantizar las formas de vida y la vida natural, salvo las circunstancias excepcionales mencionadas, era políticamente indiferente, pertenecía al ámbito de lo privado.

Un viraje histórico se produce según la tesis de Foucoult con el advenimiento de la biopolítica en la modernidad. Éste consiste en la inscripción de la vida natural en el orden jurídico y político del estado nación. El biopoder funda el estado en la función de hacerse cargo de la vida, de ordenarla, multiplicarla, compensar sus riesgos delimitar sus posibilidades biológicas.

Agamben plantea que la novedad de la biopolítica moderna es que el dato biológico es inmediatamente político. La vida natural, que era el fundamento de la soberanía se convierte ahora en el sujeto-objeto de la política estatal. La separación de la vida natural que el soberano realizaba en ciertas circunstancias excepcionales cuando disponía de esta vida decidiendo la muerte, pasa a ser la regla. La estructura biopolítica fundamental de la modernidad se basa en la decisión sobre el valor o disvalor de la vida como tal. Permite que se pueda decidir suprimir el no valor, lo que funda la eutanasia. La eutanasia ejercida como poder político pone a un hombre en situación de tener que separar en otro hombre la zoé de la bíos y de aislar en él una vida a la que puede darse muerte impunemente. El nazismo es el exponente que en la modernidad da cuenta de los alcances de la politización de la vida natural. Es así como la biopolítica deviene tanatopolítica.

Pero no hace falta ir al extremo del nazismo para encontrar la separación de la nuda vida de sus formas, ya que esto es lo que se realiza en forma cotidiana por medio de representaciones pseudos científicas del cuerpo, de la enfermedad y de la salud. La medicalización de la vida cotidiana utiliza el saber sobre la naturaleza bioquímica del cerebro y de sus procesos mentales para manipularlo con finalidades de control político.

Las píldoras para controlar socialmente a los niños, por ejemplo, se proponen como más eficaces de lo que la socialización de la temprana infancia y el psicoanálisis lo han sido jamás.

La consideración del A.D.D. como trastorno neurobiológico- genético implica llevarlo a la cronicidad y de allí a la discapacidad. Esto tiene importantes consecuencias políticas y legales. Las asociaciones de A.D.D. en estados Unidos por ejemplo, han logrado leyes que lo declaran como una discapacidad. Los niños que lo padecen tienen derecho a servicios especiales de educación, tiempo adicional en los exámenes etc. Pero lo más destacable de esto es que se impone la biología como el principal determinante de la conducta, se exonera a los sujetos de la responsabilidad personal sobre sus actos, y a padres y maestros sobre su responsabilidad sobre las eventuales dificultades del niño.

Según Fukuyama en Estados Unidos ya se está medicando en forma desproporcionada a las comunidades minoritarias, pues existe el prejuicio de que padecen de mayores discapacidades de aprendizaje. El racismo como forma de ejercicio del bíopoder ya se perfila en el horizonte.

Finalizaré con la posición del psicoanálisis con respecto a la vida. Para el psicoanálisis la vida en el cuerpo viviente es condición de goce. El discurso analítico, reverso del discurso del amo, aísla y libera la vida del parlante de la mortificación a que conduce la imposición de modos uniformes de vida, para restituirla a la forma de vida singular que constituye el síntoma. El estilo de vida que propone el psicoanálisis lejos de eximir al sujeto de la responsabilidad sobre su goce, propone sacarlo de su dimensión autista para lograr hacer algo con él en el lazo.

Notas
1- Hallowell Edgard y John J. Ratey: TDA: controlando la hiperactividad: cómo superarel déficit de atención con hiperactividad (ADHD) desde la infancia hasta la edad adulta, Paidós, Barcelona, 2001.
2- Fukuyama, Francis: El fin del hombre- Consecuencias de la revolución Bíotecnológica Ediciones B, Barcelona, 2002.
3- Foucoult, Michel: Clase del 17 de marzo de 1976, Defender la sociedad, Fondo de cultura económica, Buenos Aires, 2008.
4- Agamben, Giorgio: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre- Textos España, 1998.

5.11.08

El médico trata la hiperactividad, el logopeda se ocupa del fracaso escolar: ¿quién escucha al niño?



Por Beatriz Garcia Martinez.

Psicologa y psicoanalista en Madrid.


En los últimos años nos parece asistir a una epidemia de niños diagnosticados de hiperactividad. Muchos de estos casos son rápidamente medicados, sin demasiados trámites, a demanda de padres desbordados. Los padres son tranquilizados acerca del hecho de recibir el diagnóstico de hiperactividad y la consiguiente medicación con el argumento de que se trata de un trastorno muy común que antes no se diagnosticaba y por tanto no recibía el tratamiento adecuado, produciendo mucho sufrimiento que, por suerte, ahora puede ser evitado. De este modo se cierra rápidamente la cuestión de por qué tantos niños son hiperactivos en estos tiempos.

Por otra parte, encontramos también que hoy son una auténtica legión los niños enviados al logopeda para resolver problemas de índole escolar en la educación primaria o incluso en la infantil. Cualquier dificultad para seguir el ritmo de la clase puede conducir fácilmente a un diagnóstico de dislexia o simplemente a la suposición de algún déficit cognitivo con un vago origen neurológico, tal vez genético. Para el caso se prescribe un tratamiento reeducativo que redobla la acción de la escuela, de un modo, eso sí, más particularizado.

Ambas situaciones ponen de manifiesto una tendencia muy propia de nuestra época a cerrar las cuestiones antes de haber podido desplegarlas. Por sorprendente que parezca, los padres, lejos de angustiarse, a menudo se tranquilizan al escuchar que el problema de su hijo se llama síndrome de hiperactividad o dislexia. El diagnóstico en sí mismo es escuchado como una respuesta, ya no hay un malestar íntimo perturbador en su hijo, sino una enfermedad social que se trata con medicamentos o reeducación. En muchos casos incluso viene a confirmar algo que esperaban: yo tenía el mismo problema de pequeño, era muy inquieto, no podía concentrarme, era despistada, tardé mucho en aprender a leer, yo también me hacía pis…

Lo curioso es que la hipótesis que inmediatamente se acepta como cierta es que se trata de una trasmisión genética. No está en el ambiente la idea de que determinadas dificultades de los padres pueden aparecer en los hijos, no por vía genética, sino por identificaciones, profecías que se autocumplen o simplemente porque los hijos hacen síntomas con aquello que es una dificultad para los padres . Ni mucho menos flota en el aire la idea de que los síntomas de un niño, como los de cualquier persona, hablan de un malestar subjetivo que pide ser escuchado.

La idea de un déficit en el cerebro de sus hijos, que hace unos años hubiera resultado muy dolorosa para unos padres, hoy en día, a condición de ser pensada como un problema muy extendido entre la población, no es tanto fuente de angustia como de alivio: el problema está localizado y tiene una solución concreta. Es un hecho cotidianamente comprobado que muchos padres prefieren la hipótesis organicista como causa para los problemas de sus hijos antes que hacerse una pregunta por una posible causa de origen psíquico.

Aunque las razones no se agotan ahí, en buena parte esta inclinación de los padres responde a la oferta de solución que reciben desde aquellos que son interrogados en primer lugar acerca del problema de un niño: el médico y la institución escolar. Los médicos se constituyen cada vez más en dispensadores de fármacos. En general carecen del tiempo necesario para escuchar la demanda de unos padres preocupados y están cada vez más orientados a la exclusión de la subjetividad en sus consultas. Esto tiene consecuencias especialmente terribles en el caso de los niños, que no pueden expresar fácilmente su malestar y cuyo aparato psíquico en construcción necesita tanto de la palabra humanizante y orientadora.

Aún más terrible, si cabe, resulta que entre los profesionales de la educación y concretamente entre los orientadores y psicólogos de los colegios haya cundido masivamente el modelo cognitivo conductual de abordaje de los problemas infantiles, que bajo la apariencia de un tratamiento individualizado esconde lisa y llanamente la reeducación. La hipótesis que subyace es que el efecto de la educación ha sido insuficiente: repitámoslo más alto y más claro por si el niño no lo ha oído bien, tantas veces como sea necesario hasta que “entre por el aro”.Todos al logopeda. No importa si el niño presenta una puntuación totalmente normal o incluso muy alta en los tests de inteligencia. Necesita logopeda igualmente porque no se centra, no se organiza, o no entiende lo que lee, seguramente por una causa orgánica indefinida (problemas de maduración neurológica, disfunción cerebral mínima etc.), pero cierta.

Así, entre los fármacos y la reeducación se construye una pinza mortificante que estrangula la posibilidad de escuchar el malestar que hay tras el síntoma de un niño. Hoy, la práctica totalidad de los niños con algún problema escolar o de comportamiento son medicados o van al logopeda, o ambas cosas.

Cada época genera sus patologías, los modos en que se expresa el sufrimiento. Si el que recibe la demanda de alivio escucha desde un puro saber desubjetivado, la llamada corre el riesgo de repetirse indefinidamente. Cuando la llamada y la respuesta están en registros separados se instala un malentendido que se traduce en reiteraciones de actos médicos y desplazamientos del síntoma. Cuanto más se desubjetiva un síntoma, pretendiendo que se trata de un mal cuya causa es igual para todos, más se extiende la epidemia. Es lo que estamos viviendo.

Hay que tener en cuenta que, en primer lugar, el recurso inmediato a la medicación o la reeducación impide hacer un diagnóstico adecuado de la estructura clínica que está en la base. Un niño puede ser psicótico sin que eso se note a primera vista, sin alucinaciones ni delirios. Puede ser un niño que no para, muy agresivo, o un niño hipernormal que repentinamente no puede aprender porque se ha encontrado con algo que lo devuelve a su carencia simbólica fundamental. Medicar para la hiperactividad o llevar al logopeda en estos casos puede ser un error de graves consecuencias en un niño que necesita ayuda urgente a otro nivel.

Por otra parte, lo que parece olvidarse con gran facilidad en estos tiempos, es que el desarrollo psíquico de una persona no está marcado por lo biológico. Tener un cuerpo sano garantiza de el niño crezca en altura, pero su aparato psíquico se constituye a partir de las experiencias y palabras que lo rodean y ahí no hay garantías. El proceso por el que todo ser humano ha de atravesar para convertirse en un adulto “funcional” es extremadamente complejo y no es difícil encontrarse con detenciones del proceso cuando algo se complica debido a una variedad de causas.

Que un niño no pare de moverse o le cueste concentrarse hay que tomarlo, si no se demuestra lo contrario, como una dificultad de que el pensamiento (las palabras) consigan apaciguar lo pulsional que circula de manera loca por ese cuerpo. Hay que escuchar para averiguar qué ha causado la dificultad. Que un niño no pueda aprender puede estar condicionado por multitud de acontecimientos vitales que no han podido ser asimilados, desde el nacimiento de un hermano (hay dificultades en las operaciones matemáticas de suma y resta que se relacionan con la “adición” de un nuevo miembro a la familia), una muerte, una separación etc. Pero más allá de los acontecimientos concretos, para cada niño el saber escolar, para poder funcionar, ha de estar comandado por un deseo propio, una actitud activa, no sirve tragar conocimientos de forma pasiva porque el otro así lo quiere. Tiene, por tanto, que ver con los inevitables y a veces difíciles procesos de separación del otro familiar. El deseo del niño a veces se puede inhibir por muchas razones: por identificación a un padre que no triunfó en los estudios, por un exceso de demanda que genera una “anorexia escolar” , porque hay algo no dicho en la familia que ordena “no saber” o por cualquier otra razón que hay que darse el tiempo para averiguar.

Pero si convertimos cualquier problema en una cosa plana que solo necesita más insistencia de nuestra parte (tienes que portarte mejor, esfuérzate, puedes dar más), estamos negando la existencia del inconsciente y eso tiene consecuencias. A menudo con la bondad se pretende resolver el problema, por ejemplo a base de reforzar la autoestima: decir “creemos en ti”,“tu puedes” a un niño que no avanza en el colegio o no puede estarse quieto, no es más que una negación de la dificultad que el niño sabe muy bien que tiene. La autoestima mejorará cuando el niño encuentre la forma de enfrentarse a su dificultad por sus medios, no al revés.

Si el docente cree que las virtudes de la pedagogía son suficientes para hacer entrar el saber en el niño, para que éste consienta al aprendizaje, se decepcionará y tenderá a ser coercitivo con el niño. Si el psicólogo al que los padres acuden trabaja desde una perspectiva reeducadora, tratará de reforzar a un sujeto supuestamente autónomo que solamente fracasa por falta de confianza en sí mismo. Ambas posiciones van en la dirección de negar el conflicto.

La posición psicoanalítica se desmarca totalmente de la posición del maestro, y en eso se diferencia de la aproximación desde cualquier otra psicología. Para el psicoanálisis solo la escucha atenta del caso por caso permite averiguar lo que está en juego en un síntoma y ayudar al sujeto, adulto o niño, a posicionarse mejor. No desde la negación del problema, sino desde el esclarecimiento de las causas y de la implicación inconsciente del que sufre en su propio malestar.

Tratemos los problemas de forma humana, porque lo humano no se reduce a una maquinaria que funciona bien o mal. Un niño al crecer tiene que enfrentarse a todos los grandes problemas para los que no tenemos una respuesta escrita en los genes: la relación con el otro (amar, someterse o dominar, necesitarlo o ignorarlo), cómo ser hombre o mujer, el enigma absoluto de la muerte propia y la de los que queremos, para qué vivimos etc. Son temas frente a los que, sin saber bien cómo, el niño va tomando posiciones que le permitan avanzar, o bien se encuentra con una dificultad excesiva para los recursos de que dispone y entonces aparece un síntoma.

Entonces es el momento de acercarse al problema con el modo que nos es propiamente humano: la palabra. Acercarse desde la perspectiva de tratar con una maquinaria neuronal que se ha desequilibrado o de un animalito que no ha sido correctamente domesticado sólo puede desembocar en el retorno de lo peor: masas de adolescentes completamente desorientados en las próximas décadas, incapaces de decir nada de sí mismos, de dar cuenta de sus actos o siquiera de sus pensamientos, porque nunca hubo alguien que escuchara y considerara que en esos pensamientos particulares había algo que mereciera la pena ser escuchado. Por favor, impidámoslo, nos va el futuro en ello.


Beatriz García Martínez.

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