24.11.09

A proposito de un caso: "La extraña y misteriosa desaparición de la voz del Sr. K"




Caso clínico publicado por Gustavo Dessal, psicoanalista en Madrid.


K. vino a verme por primera vez hace unos seis años. Es un hombre que en la actualidad tiene cuarenta y dos años, y trabaja en un oficio técnico de una empresa muy grande. Desempeña su labor con mucha seriedad, y mediante un sistema de horas extras y jornadas intensivas puede pasar una semana o diez días al mes en la ciudad de provincia a la que pertenece, en compañía de su familia y de su novia.

La vida de K. era muy difícil. Quienquiera que lo veía, que entablaba contacto o conversación con él, a lo sumo podía apreciar a un hombre taciturno, de carácter tímido y asustadizo. Pero no imaginaba el tormento interior en el que vivía, en el que ha vivido siempre, desde su temprana infancia, puesto que en los aspectos prácticos de la vida es alguien que funciona de un modo normal y ordenado. Vive solo, cuida de su casa y de su persona, hace ejercicio físico, es educado y en apariencia bien adaptado a los semblantes sociales.

Sin embargo, para K. la relación con sus semejantes era algo verdaderamente difícil. El trato humano le producía una angustia que por momentos alcanzaba la intensidad del pánico, aunque conseguía disimularlo con gran esfuerzo. Casi no podía entablar ninguna clase de conversación con sus compañeros de trabajo, ya que el terror lo paralizaba y a veces le impedía pronunciar siquiera una palabra. Esta situación se agudizaba en presencia de sujetos masculinos, y era algo menos grave con las mujeres. No tenía ningún amigo, y fuera del trabajo vivía en la soledad más absoluta. Esta soledad se mitigaba cuando viajaba a su ciudad natal, donde la cercanía con su familia, en especial sus hermanas, le consolaba del sufrimiento que padecía el resto del mes. Cada vez que tenía que regresar a Madrid, experimentaba una desesperación que a menudo le hacía pensar en el suicidio.

Cuando empezamos a hablar, K. estaba convencido de que su problema se debía a que en presencia de la gente su voz desaparecía. No resultó fácil descifrar de qué hablaba. Durante mucho tiempo me mantuve en la posición de no comprender lo que trataba de explicarme. Insistía una y otra vez para que me relatase nuevamente su síntoma, y él me contestaba con la certeza de que su voz desaparecía. No se trataba de una afonía, ni tampoco de una mudez, sino que su voz, su verdadera voz, era sustituida por otra, una voz que no era la suya y esta sensación lo volvía loco, al extremo de querer matarse. Por otra parte, le resultaba imposible recordar el comienzo de este fenómeno. Sus respuestas a mis preguntas en ese sentido eran vagas e imprecisas.

Debo aclarar que el paciente, que ha leído bastante sobre psicología y psiquiatría, me hizo saber que no se trataba de que escuchara voces. La voz intrusa era una voz que sin duda él emitía, aunque al mismo tiempo rechazaba porque no era la “auténtica”. En ocasiones me preguntaba si yo lograba notar la diferencia entre el tono de voz que él llamaba el suyo propio, y el otro, el tono de la voz impropia, una voz que le robaba la identidad. A modo de ejemplo, podía iniciar una sesión del siguiente modo: “¿Se da cuenta usted que hoy no hablo con mi voz?” . Por mi parte, le manifestaba mi incapacidad para percibir esa diferencia, aunque aceptaba que debía de existir, sin duda, a pesar de que yo no pudiera captarla. Durante el primer año de análisis discutimos mucho sobre esta cuestión, hasta que un día me confesó que su sensación se acompañaba de otra, que no se había atrevido a decir. Cada vez que su voz desaparecía, al mismo tiempo tenía la impresión de que su pene se empequeñecía, como si se metiera hacia adentro. Era absolutamente consciente de que esta idea era absurda e imposible de suceder en la realidad, pero no podía evitar la sensación física. Esto me dio la oportunidad de preguntarle si su terror a enfrentarse a sus semejantes se debía a que no estaba seguro de sentirse hombre o mujer, y me explicó que, en efecto, ante los otros él se experimentaba como un ser carente de definición sexual, aunque dejó bien claro que le gustaban las mujeres y que no tenía ninguna inclinación homosexual. Me aclaró que le faltaba por completo el “sentimiento de ser hombre”, lo cual no debía ser confundido con ninguna clase de homosexualidad. No obstante, y con un perfecto rigor, añadió que sus inclinaciones hacia el sexo femenino no le disipaban el sentimiento de ser un niño de sexo indefinido. Me preguntó si yo opinaba que él podría ser un homosexual reprimido, y le respondí que no me lo parecía en absoluto. Se puede percibir aquí con bastante claridad que el problema no es del orden de la identidad sexual, sino de una imposibilidad de “declarar” el sexo, es decir, de anudar el goce al inconsciente.

Según su recuerdo, la vida de K. fue siempre la misma. No existió un antes y un después, un momento de ruptura, un punto en el que pudiera situar el desencadenamiento de sus síntomas. Sin embargo, con el tiempo pudimos descubrir que esto no había sido exactamente así. De acuerdo con el testimonio de su familia, él había sido un niño aparentemente “normal” hasta los tres años, alegre, sociable, y que jugaba con otros niños en la calle. Pero a partir de esa edad algo cambió en él. Se volvió temeroso, introvertido y dejó de hablar. Su padre, que era policía de barrio, pasaba casi todo el tiempo en la calle, pero K. creció sin formar parte del mundo exterior. El paciente ha tenido siempre la impresión de que no existía para su padre, y de que éste no hizo nada por situar a su hijo en la vida. A pesar de ser un hombre afectuoso y tranquilo, el padre le inspiraba un terror sobrenatural. Esta transformación, que debemos considerar como un desenganche del Otro, un efecto de la forclusión, se acompañó de un síntoma que tiene un interés clínico fundamental, porque constituye un elemento de continuidad en el caso. Durante muchos años, hasta la pubertad, padeció una enuresis diurna y nocturna, por la cual debió utilizar pañales, y recuerda con perfecta nitidez la intensa excitación sexual que le producía el contacto de su madre cuando le cambiaba la ropa mojada. Al interrogar estos recuerdos, descubrí que no se trataba exactamente de una enuresis, es decir, una falta de control, sino que incluso durante el día orinaba en cualquier parte de forma “intencionada”. Creo que esta conducta constituía más bien un pasaje al acto, que ponía de manifiesto la emergencia de un desanudamiento pulsional, de un goce separado del inconsciente, al que por todos los medios intentaba evacuar fuera del cuerpo. Podemos establecer, entonces, la siguiente secuencia: forclusión, desenganche del Otro, pérdida de la imagen narcisista, deslocalización del goce, y un intento de defensa.

Después de cierta reconstrucción del pasado, llegamos a la conclusión de que el comienzo de su síntoma urinario coincidió con el nacimiento de la hermana que le sigue, cuando él tenía tres años. No conservaba el más mínimo recuerdo de ese nacimiento, a pesar de que era capaz de recordar otras cosas de esa época. La hipótesis del nacimiento de la hermana como acontecimiento traumático en su vida le ha gustado mucho, y la ha incorporado como un elemento importante para la comprensión de su caso. Pero le ha añadido algo más, que me ha explicado mediante un símil. Un día me dijo que un padre es alguien que a partir de que el hijo cumple una determinada edad debe tomarlo de la mano y llevarlo a un prostíbulo para que se inicie en la vida sexual y en la virilidad. Me aclaró que se trataba de una metáfora, que antiguamente eso se hacía de verdad, pero lo que él intentaba explicarme es que le faltó ese gesto simbólico de su padre, que hubo algo que su padre no hizo, no le transmitió, y que por esa razón “soy así como soy”. Ayudarlo a construir una novela familiar sustitutiva ha sido un aspecto fundamental en la dirección de la cura, ya que el paciente manifestó desde el comienzo del tratamiento un notable interés en la investigación de la causa de su enfermedad y, como veremos, la construcción de un Complejo de Edipo artificial le ha sido de gran valor. Los síntomas uretrales cesaron al inicio de la pubertad, y es probable que fuese entonces cuando surgió el problema de la voz, aunque no he podido verificar esta hipótesis.

Durante la escolaridad primaria, K. atravesó una experiencia de soledad absoluta. Con gran esfuerzo, y ayudado por la compasión de los maestros, logró culminar esos estudios. Al igual que le sucede en la actualidad en los momentos de descanso en el trabajo, cuando debe confraternizar con los compañeros, en el recreo de la escuela permanecía solo en un rincón, sin hablar ni acercarse a nadie. Esa soledad fue el mayor motivo de dolor, un dolor desgarrador, desesperante, que a menudo se traducía en mi consulta bajo la forma de un sollozo compulsivo y ahogado por la vergüenza y el odio hacia la vida. K. creía que su padre era el culpable de lo que a él le sucedía. Pensaba que no le había dado la autorización para ser un hombre o, mejor dicho, para sentirse como tal, puesto que de ser un hombre no tenía dudas. Su padre no le abrió el camino hacia la calle, hacia el mundo exterior. En la actualidad ha cambiado su forma de pensar, y considera que esta falta paterna no fue intencional, sino producto de no saber hacerlo mejor, pero durante años experimentó hacia su progenitor un odio y un rencor sin límites.

Toda esta construcción pseudo-edípica, realizada de manera totalmente espontánea, le permitió a K. organizar un delirio discreto, y le proporcionó una serie de referencias para situar el problema de la causa, que a él le interesa por encima de todo. Para él no es suficiente el alivio de sus síntomas, sino que está decidido a ir al fondo de las cosas. Debo añadir que el paciente jamás ha tomado medicación, y se ha negado en rotundo a recibir esta clase de ayuda.

Durante el análisis, K. conoció a su novia, una mujer por entonces casada y con dos niñas, con la que mantuvo la primera y única relación afectiva y sexual. Una madre con dos hijas, un partenaire apropiado que reproduce su historia familiar. Por supuesto, K. es perfectamente consciente de ello, y no es necesario interpretarlo. Hace aproximadamente dos años, la mujer se ha divorciado y continúa manteniendo un vínculo con mi paciente.

Después de un largo tiempo de darle vueltas al tema de la voz, se produjo un giro importante que modificó el síntoma, y permitió también una purificación de la estructura. El fenómeno de la voz tenía el inconveniente de involucrar un goce muy difícil de reintroducir en su novela familiar. Sabemos, de acuerdo con las observaciones de Lacan, que el oído es un agujero que no puede cerrarse, lo que significa que es muy difícil defenderse contra la invasión del objeto invocante. Le sugerí que dado que él estaba convencido de que los otros percibían la desaparición de su voz, eso lo volvía más vulnerable a la mirada, y por lo tanto al sentimiento de vergüenza. Aceptó de inmediato mis palabras, y me confesó algo que nunca se había atrevido a decirme: estaba completamente seguro de que sus compañeros de trabajo sabían que él había gozado de su enuresis, y que por ese motivo no podía soportar estar junto a ellos. En los otros encontraba la mirada de un padre, la mirada reprobatoria, la mirada que condenaba su existencia. Pero al mismo tiempo, esa mirada le devolvió una cierta consistencia de ser. Ser culpable de un goce prohibido resultaba preferible al hecho de ser invisible, de no existir, o de no tener derecho a ello, lo cual estaba indudablemente ligado a phi cero y a los efectos de esa forclusión en el plano del sentimiento de la vida. Muy lentamente, la temática de su sentimiento de culpa sustituyó al fenómeno de la voz y la retracción del pene. Pero la posibilidad de introducir dicho sentimiento en las significaciones edípicas le permitió resolver la terrible vergüenza que le producía mostrar su cuerpo desnudo (por ejemplo en el vestuario del gimnasio o en la alcoba con su novia), y disminuyó la tensión agresiva subyacente a todo lazo social . Descubrió cómo sacar provecho de su imagen, ya que es un hombre bien parecido, y a utilizarla en su favor, lo cual ha funcionado como pantalla frente al goce del Otro.

El Sr. K. llegó a una conclusión importante, como resultado de su profunda elaboración. Se dio cuenta de que su madre es una mujer que siente un intenso rechazo hacia los signos de la masculinidad. En la memoria del paciente surgieron numerosos recuerdos que -según él- son una demostración inequívoca de este rechazo. Por ejemplo, el hecho -indudablemente vinculado al fenómeno de la voz- de que su padre, hombre locuaz en la calle, se volviese mudo en el interior del hogar. Me interesa subrayar esta interpretación del Deseo de la Madre, a pesar de que en mi opinión no ha logrado evolucionar a una metáfora delirante.

Este caso tiene el interés de mostrarnos que un Edipo imaginario puede operar en ciertos casos como un punto de capitón, y generar un referente de sentido. Es una salida que en mi experiencia he visto más frecuentemente en las formas paranoides de las psicosis. No es ni el analista ni el inconsciente quienes interpretan este Edipo, puesto que no estamos hablando de la estructura simbólica, sino de un modo de emplear retazos imaginarios para producir una interrupción en el flujo continuo de lo simbólico y lo real.

En el inicio, tenemos la extrañeza y la despersonalización causada por el retorno en lo real de la voz, con la peculiaridad de que no se trata del fenómeno clásico de la alucinación verbal. El sujeto no escucha la voz del Otro, sino que se escucha a sí mismo, aunque no se reconoce en esa voz. Está demasiado cercano a la propiedad extranjera de este objeto. Podríamos decir que en realidad “la otra voz” es la Otredad de la voz, separada de la significación. El fenómeno no es demasiado diferente al que sucede cuando escuchamos nuestra voz grabada, pero en este caso hay algo más, está la sensación de que el pene se empequeñece y tiende a desaparecer. El paciente lo expresa con absoluta claridad: dice que, de alguna manera que no puede comprender, existe algo que conecta el pene y la voz. Para nosotros la conexión es la que existe entre la forclusión del significante del padre, es decir, el sujeto desprendido del discurso, y la producción de phi cero. Por el contrario, la significación fálica oculta la extrañeza de la voz, y disimula el hecho de que uno no puede saber nunca de dónde procede. Al mismo tiempo, la significación “reabsorbe” el órgano en lo simbólico y lo imaginario. El Sr. K experimenta un discreto empuje a la mujer, pero no lo articula al modo schreberiano, porque no es un parafrénico. Piensa que la voz es también un signo viril, y que a veces, en su confrontación al Otro, ambos, la voz y el pene, desaparecen. No hay, strictu sensu, un delirio desarrollado alrededor de esto. Mi hipótesis en la dirección de la cura consiste en separar la voz y la mirada, que al principio se confunden. Comienza un nuevo período en el tratamiento, dominado por la función del objeto escópico y ordenado por su elaboración de la novela familiar. Se produce entonces el encuentro con la mujer que se convertirá en su novia. Es ella quien lo descubre y lo seduce, mientras él se deja guiar. Es mediante el objeto escópico, y con la ayuda de Eros, como el Sr. K. puede recobrar una cierta imagen del cuerpo, al principio bajo la forma de la vergüenza, de que reconozcan la huella de su pasado urinario, o que descubran que algo raro le sucede en su pene, cuya excitación no puede controlar. De ser invisible, pasa a ser demasiado visto. Es en un tercer tiempo que encuentra algo nuevo: la vestimenta. Nunca le había dado importancia a la ropa, y empieza a adquirir una estética del vestir. Elige cuidadosamente su vestimenta, y desarrolla poco a poco una estrategia del “hacerse ver”, que lo defiende de ser visto. Ahora el paciente puede mostrarse al Otro, y separarse algo mejor de su sentimiento de exclusión.

Por otra parte, ha iniciado una actividad nueva en su vida: la pintura. En una primera fase, se limitaba a dibujar objetos tales como jarrones y vasijas, lo cual demuestra que Lacan sabía muy bien en lo que estaba pensando cuando decidió aplicar el experimento óptico a su estadío del espejo. Desde hace algún tiempo, copia cuadros de artistas famosos. No se siente capaz de crear algo propio, y se contenta con la imitación. En cualquier caso, lo más importante es sin duda el hecho de que la pintura es un modo de pacificar la mirada. Un rasgo particular de esta cura, y que por otra parte encontramos en algunos sujetos psicóticos, es que el paciente pertenece a lo que denominaría una “subjetividad narrativa”, es decir, algo que lo hace propenso a la historización -con todo lo delirante que ésta pueda ser- como forma de reparar el fallo del nudo mental. Son pacientes que no se sienten satisfechos con una pragmática del funcionamiento, y que reclaman una construcción de sentido, un saber que no se limita a un “saber hacer”, sino que aspira a un “saber por qué”. A pesar de los efectos positivos del tratamiento, el Sr. K exige una “curación total”, reclamo en el que puede oírse la silenciosa voz de la pulsión de muerte. Por supuesto, la soledad sigue siendo su auténtica compañera.
GUSTAVO DESSAL

1 comentario:

María Zilba dijo...

Mis primeras palabras para este comentario son: cómo es que, aún, nadie ha comentado este artículo, más teniendo en cuenta la fecha de su publicación?
En lo personal me ha parecido de enciclopedia, con una narración que supera la expectativa de la lectura de un caso clínico, claro que luego he leído que es Ud., además de psicoanalista, escritor, lo cual lejos de quitarle honores los incrementa... Sea como fuese, me ha parecido de una absoluta y clara ayuda para quienes tenemos afinidad por conocer los rodeos del inconsciente.
Felicitaciones y que sigan sus éxitos... por su bien y por el nuestro!
Vayan mis saludos cordiales desde su tierra natal.
María